Una confesión de ese tamaño era lo que necesitaba su sobrina Mariela Castro, “ministra de ultramar”, directora del oficialista Centro Nacional de Educación Sexual (Cenesex), hija del hoy presidente Raúl Castro, para tomar por asalto una calle de La Habana y en intemperante manifestación enarbolar por igual banderolas con los colores del arcoíris, fotos de los cinco famosos espías cubanos prisioneros en cárceles de Estados Unidos, retratos de su tío barbudo, consignas contra el bloqueo y globitos de preservativos, pocas semanas después de que sus parientes le autorizaran desfilar sin pelucas ni coloretes excesivos, mezclados “locas y travestis” entre la disciplinada clase obrera de la isla —un sector tan dócil que esa mañana del 1 de mayo, Día Internacional del Trabajo, sus líderes sindicales celebraban como “una victoria” la anunciada cesantía de un millón y medio de agremiados.
En la entrevista con Carmen Lira, el comandante asumía con perspicacia su cuota de responsabilidad en aquella cacería de pájaros, pero, una vez más, terminaba culpando al imperialismo yanqui de todos los errores ideológicos y todas las catástrofes económicas y todas las persecuciones morales que (una a una) fueron ordenadas en La Habana, nunca en Washington.
El periodista cubano Armando López, cronista excepcional de la “farándula habanera”, conocedor en carne viva la profundidad de aquellas viejas cicatrices, respondió a tío y sobrina desde su exilio en Nueva York con un esclarecedor artículo: “Cuando les cuentan a los congueros de Mariela que hace 46 años existieron en Cuba campos de trabajos forzados para homosexuales; que los expulsaban del magisterio, de la televisión, de los grupos teatrales, de las universidades, para que no contagiaran con sus depravaciones al hombre nuevo; que en 1980 las turbas revolucionarias apedrearon sus casas, vociferando ¡Qué se vayan, los maricones!, les sucede lo que a mí cuando me hablaban de los crímenes de Machado. ¡No les interesa! (...) Estos travestis, transgéneros, lesbianas, homosexuales, que arrollaron en la conga con la hija del general, sólo practican la doble moral imperante en Cuba. No tienen la culpa. Crecieron en una economía de guerra, aprendieron a mentir para sobrevivir. Son víctimas de una absurda revolución. Como tú y como yo, amigo lector”.
El 13 de marzo de 1963, en escalofriante discurso que recuerdan Armando López y el poeta Félix Luis Viera (de joven confinado a una barraca de la UMAP), Fidel Castro apela a la ironía para abordar un tema que en verdad le produce extraña rabia: “Muchos de esos pepillos vagos, hijos de burgueses, andan por ahí con unos pantaloncitos demasiado estrechos (Risas del público). Algunos de ellos con una guitarrita en actitudes elvispreslianas, y que han llevado su libertinaje a extremos de querer ir a algunos sitios de concurrencia pública a organizar sus shows feminoides por la libre. (...) Hay unas cuantas teorías, yo no soy científico, no soy un técnico en esa materia (Risas), pero sí observé siempre una cosa: que el campo no daba ese subproducto”. Y al campo los envió.
El martes pasado, un grupo de no más de veinte “subproductos” independientes desfilaron por un paseo peatonal de La Habana para celebrar el Día del Orgullo Gay, y marcar su distancia con Mariela Castro. El evento atrajo una fuerte presencia policial pero transcurrió en paz. Caminaron 800 metros. Se abrazaron en el malecón. Regresaron a casa con ese alivio, pasajero pero espiritual, que daba (es sólo un mal ejemplo) tragar en seco la Primera Comunión.