Los trovadores de la Provenza del siglo XII tenían una percepción compleja del amor romántico que incluía el dolor generado por la visión de una elegante figura, el insomnio por la esperanza de un encuentro, el poder de unas pocas palabras y de las miradas.
Pero estos cortesanos no tenían ninguna intención de combinar esas emociones con la realidad paralela de formar una familia, ni siquiera pretendían tener relaciones sexuales con aquellos a quienes amaban apasionadamente.
Los libertinos de principios del siglo XVIII en París, por su parte, estaban muy familiarizados con el repertorio emocional del sexo: el placer de desabrochar las prendas de otra persona por primera vez, la emoción de explorarse el uno al otro a la luz de las velas, la emoción de seducir a alguien en secreto en una misa...
Sin embargo, estos eróticos aventureros sabían que sus placeres tenían muy poco que ver con sentar las bases de un compañerismo o con criar una tropa de niños.
Y el impulso de vivir en pequeños grupos familiares, en los que crezca la próxima generación, ha acompañado a la mayor parte de la Humanidad desde los primeros días en que caminamos sobre dos piernas en el Valle del Rift en África Oriental.
No obstante, muy rara vez eso llevó a la gente a pensar que tal vez la tarea de criar una familia estaría incompleta sin el ardiente instinto sexual o el deseo frecuente de ver a la pareja.
La incompatibilidad, o al menos en la independencia, de los lados romántico, sexual y familiar de la vida, se consideraba una característica sencilla y universal de la edad adulta hasta que, a mediados del siglo XVIII, en los países más prósperos de Europa, un nuevo y extraordinario ideal comenzó a tomar forma en un sector particular de la sociedad.
Este ideal propuso que las personas casadas deberían no sólo tolerarse mutuamente por el bien de los niños, sino que, extraordinariamente, deberían también esforzarse en amar y desear profundamente a la pareja.
Debían manifestar en sus relaciones el mismo tipo de energía romántica como los trovadores habían mostrado por sus cortesanas y el mismo entusiasmo sexual como el que había sido explorado por los eróticos conocedores de la Francia aristocrática.
El nuevo ideal le planteó al mundo la noción de que uno podía satisfacer todas sus necesidades con sólo la ayuda de la otra persona.
Este ideal de matrimonio fue abrumadoramente creado y respaldado por una clase económica específica: la burguesía, cuyo equilibrio entre libertad y restricción reflejaba fielmente.
En una economía en plena expansión, gracias a la evolución tecnológica y comercial, esta nueva clase podía tener más que las limitadas expectativas de órdenes inferiores.
Con un poco de dinero ahorrado, los abogados de la burguesía y los comerciantes podrían elevar sus expectativas y esperar más de una pareja que simplemente compañia para sobrevivir el próximo invierno.
Al mismo tiempo, sus recursos no eran ilimitados. Ellos no tenían el infinito tiempo libre de los trovadores quienes, como heredaban fortunas, podían pasarse tres semanas escribiendo una carta celebrando la belleza de la punta de la nariz de la amada.
Los burgueses tenían negocios y almacenes que dirigir.
Tampoco podía la burguesía permitirse la arrogancia social de los libertinos aristocráticos, cuyo poder y estatus les daba la confianza para romper corazones y destrozar familias, así como la riqueza necesaria para lidiar con las desagradables consecuencias de sus travesuras.
La burguesía estaba, por tanto, ni tan abatida como para no creer en el amor romántico ni tan liberada de la necesidad como para darse el lujo de enredos eróticos y emocionales sin límites.
La inversión en una sola persona, legal y eternamente contratada, representaba una frágil solución a su particular necesidad emocional y limitación práctica.
No pudo haber sido una coincidencia que una fisión similar de la necesidad y la libertad se hiciera evidente justo en el mismo momento en relación con ese segundo pilar de la felicidad moderna: el trabajo.
Durante siglos, la idea de que el trabajo podría ser otra cosa que sufrimiento había sido totalmente inadmisible.
Aristóteles afirmó que todo el trabajo realizado a cambio de un salario era sinónimo de esclavitud, una desoladora valoración a la que el Cristianismo había añadido la idea de que la dureza del trabajo era una penitencia por los pecados de Adán.
A pesar de todo, en el mismo momento en que el matrimonio estaba siendo replanteado, hubo voces que comenzaron a discutir que el trabajo era tal vez algo más que un valle de lágrimas por la supervivencia; podría ser un camino hacia la autorrealización y la creatividad. Podría ser tan divertido como algo que uno hace sin que le paguen.
Las virtudes que la aristocracia había asociado previamente sólo con ocupaciones no remuneradas, empezaron a parecer posibles también en cierto tipo de empleos remunerados. Tal vez se podía convertir un hobby en trabajo. Tal vez uno podía hacer por dinero lo que habría querido hacer de todos modos.
El ideal burgués del trabajo, al igual que su equivalente matrimonial, era una encarnación de una posición intermedia.
Uno necesitaba trabajar por dinero pero el trabajo podía ser agradable -al igual que el matrimonio no podía escapar de las cargas tradicionales asociadas a la crianza y educación de los hijos- y, aun así, no tenía que carecer de algunas de las delicias de una aventura amorosa y una obsesión sexual.
La visión burguesa del matrimonio tornó a una serie de conductas en tabú, conductas que previamente eran toleradas o, al menos, no habían sido vistas como una causa de la destrucción de uno mismo o de su familia.
El ideal burgués no es una ilusión. Hay, por supuesto, matrimonios que fusionan perfectamente los tres elementos: romántico, erótico y familiar.
No podemos decir, como a veces los cínicos se siente tentados a hacer, que el matrimonio feliz es un mito. Es infinitamente más frustrante que eso. Es una posibilidad... aunque bastante rara.
No hay ninguna razón metafísica por la que el matrimonio no colme nuestras expectativas, el problema es que las probabilidades son mínimas.
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